martes, 14 de septiembre de 2010

Los peligros de las etiquetas.

Hola, hola. 

El ser humano tiende a simplificar las cosas. Es más sencillo ordenar las cosas simples que las complejas. Nuestro cerebro actúa igual. Conocemos a miles de personas en nuestra vida y para recordar con quién tratar y con quién no, les ponemos etiquetas básicas. La rubia que está buena, el empollón de la clase, el vecino tonto…



Éste puede ser un sistema que ayude a tu cerebro a tenerlo todo más controlado pero a veces creo que nos hace cometer muchísimas injusticias con la gente que tenemos alrededor. Normalmente estas etiquetas las ponemos por “una” situación puntual en la que nos hemos cruzado con dicho individuo y por tanto otorgamos una etiqueta definitiva a alguien que desde luego, no podemos asegurar si la merece.

Primero hay que hablar del contexto en el que juzgamos. Ninguno de nosotros estamos todo el día igual de simpáticos ni de receptivos ante los estímulos externos. Si estamos enfadados porque se ha dado mal el trabajo, he fallado en un examen o he discutido con mi pareja eso puede condicionar el juicio que vamos a hacer inconscientemente sobre las personas que vamos a conocer. Primer ingrediente para elaborar la injusticia.

Tampoco conocemos las circunstancias que hacen que la otra persona actúe de una u otra forma. Nadie nos asegura que el panadero tan majo que siempre ayuda a los ancianos a cruzar la calle en realidad no quiera robarles. O que el motivo para que el tendero del súper esté siempre de mal humor sea la falta de sueño porque todas las noches se queda cuidando a su madre con Alzheimer. Segundo ingrediente.

Creo que debemos tener mucho cuidado con las etiquetas. Todos, queramos o no, tenemos muchas caras. Positivas y negativas. Eso es lo que nos hace personas interesantes. A nadie le gustan los personajes planos. En la vida real no existen los personajes de las series malas. El listo, el tonto, el bueno, el malo… así que tengamos cuidado e intentemos conocer bien a alguien antes de colgarle un sambenito que pueda hacerle daño. No se lo pongamos tan fácil a nuestro cerebro y pongámonos a pensar que quizá la persona que nos pareció tan desagradable puede que viniese ¿por qué no? de firmar su finiquito en el trabajo.

Si nos ponemos a pensar la cantidad de gente que nos cae bien o mal por "un" solo gesto, nos asombraríamos. Describimos a las personas con una facilidad pasmosa, con el convecimiento de que realmente sabemos de quién estamos hablando. Y en multitud de ocasiones lanzamos afirmaciones que suponen flagrantes injusticias. 



He seguido la argumentación de esta reflexión intentando explicar los riesgos de la simplificación en las relaciones interpersonales y siempre dirigiéndome a todos como etiquetadores que somos, pero lo divertido es pensar que a la vez que nosotros ponemos etiquetas a los demás, también los demás nos las ponen a nosotros. Somos unos sempiternos etiquetadores etiquetados.

La conclusión es la misma que cuando vas a Zara, no hagas mucho caso a las etiquetas porque normalmente no te lo cuentan todo.

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